EL JUAN FRANCISCO SANTAMARIA QUE LLEVO EN MI

 Por Franklin Gutiérrez

El autor es educador,escritor e investigador literario


       Después de su intempestiva partida física los medios de comunicación han sido transmisores de múltiples testimonios exaltando su inteligencia, humildad, solidaridad, caballerosidad; en fin, su grandeza humana. A decir verdad, exiguos son esos elogios para resaltar la figura de un hombre que soportó hasta la hora de la muerte, con sobrado silencio y harta valentía, tanta injusticia en su contra.

 

       No tuve, como muchos afirman ahora, el privilegio de saborear los frutos positivos sembrados por él en los diferentes puntos del planetas a donde sus deberes políticos lo llevaron. Mi imagen de Juan Francisco Santamaría es más remota, tierna y saludable que la de muchos de sus amigos cercanos y compañeros de partido y de trajines políticos que hoy lo exaltan.

 

       Siendo púberes fuimos vecinos en el Ensanche Julia. El residía en la calle 6 Norte, yo, en la 31-A. Pocas casas separaban la suya de la mía. Nos hicimos amigos los primeros días de 1961. Teníamos, entonces, doce años de edad. Ambos llegamos al Julia a finales de 1960.. Allí disfrutamos a plenitud el pedazo de arenque, con un pan carioca viejo y un baño en ducha que ofrecía los sábados María Quintín en su ventorrillo, por dos cheles; nos entreteníamos arrancándole los botones a nuestras camisas para cambiarlos por cangrejitos de agua dulce. El resultado era desastroso, porque aparte de tener que soportar fuertes coscorrones de nuestros progenitores, los cangrejitos morían  dos o tres días después de adquiridos; fabricábamos y volábamos chichiguas y capuchines; en fin, protagonizamos eventos propios de los mozalbetes de entonces. Sin embargo, nuestra edad era insuficiente para entender por qué en la postrimería de 1961 la escuela Angelita, a la que asistíamos, pasó repentinamente a llamarse Escuela Colombia, y el Ensanche Julia, que nos albergada, se convirtió en Ensanche Luperón.  

 

       Lo que actualmente conocemos como Ensanche Luperón era, en 1960, una zona en construcción. Trujillo había ordenado en 1957 el levantamiento de mil viviendas de concreto, un hospital, dos iglesias, un parque recreativo, un juzgado de paz, dos escuelas públicas y un destacamento policial, en el antiguo barrio Faria, para alojar a la clase media capitalina que ya no cabía en Gascue, y a oficiales de rangos medianos. Lo bautizó con el nombre de su madre, Ensanche Julia. Pero el proyecto quedó trunco con su ajusticiamiento.

 

       Talvez el apego a la religión que nos inculcan nuestros padres en la niñez, o los sermones de los curas de la iglesia María Inmaculada, cuya pared trasera separaba dicho templo de la humilde residencia de Juan Santamaría, lo motivaron a hacerse monaguillo. Aunque él y su diminuta y afable madre eran feligreses de la María Inmaculada y yo de la Santo Cura de Ars, teníamos en común que los dos íbamos los domingos a los servicios religiosos con un librito de oraciones católicas debajo del brazo derecho, y un rosario colgado al cuello. Creíamos que nuestra asistencia a un templo religioso aseguraría la eternidad de nuestras almas.

 

       Un domingo de abril de 1963 me pidió que le bautizara una virgencita de la Altagracia que descansaba sobre una diminuta mesa en su dormitorio. Lo complací.. Lamentablemente la virgencita desapareció pocos meses después del bautizo. La cantidad de agua derramada por el cura sobre ella terminó mohoseando la lámina y destruyéndola. Cuando la imagen de la virgen desapareció totalmente del papel, tanto Juan como yo coincidimos en que el cura había ahogado a Altagracia. Ese fue el primero y hasta ahora el único intento de compadrazgo en mis 59 años de edad.     

 

       El oficio de monaguillo fue efímero para Juan Santamaría. A los curas de la María Inmaculada les atemorizaba su sapiencia y terminaron, como reza el argot popular, sacándole los pies. Además, cuando a finales de 1964, su familia se mudó del Luperón a un lugar bastante distante de la iglesia, sus acciones ya comenzaban a desvelar el camino que marcaría su vida: la política

 

       Como en los años que fuimos adolescentes no se gozaba de las mismas libertades que la presentes generaciones ni tampoco existían las facilidades comunicativas de hoy, nos desconectamos prácticamente por un lustro. Así que entre 1965 y 1970 apenas nos vimos tres o cuatro veces. Sin embargo, a inicios de los 70 cuando nos encontramos en la Universidad Autónoma de Santo Domingo, él intentando hacerse ingeniero y yo maestro, tratamos de recuperar los años perdidos. Nos reuníamos frecuentemente debajo de copiosa mata de mango de la Facultad de Humanidades. Nuestros temas eran la política y la rememoración del pasado.

       Desde su ingreso a la universidad estatal Juan Santamaría hizo suyas las jornadas de protestas organizadas por los grupos estudiantiles que pedían al gobierno de Joaquín Balaguer más recursos económicos para esa institución. Reclamábamos, entre bombas lacrimógenas y despiadadas ocupaciones policiales y militares, Medio Millón para la UASD. En poco tiempo Santamaría adquirió un liderazgo sorprendente, al extremo de que con el apoyo del Frente Universitario Socialista Democrático (FUSD), afiliado al Partido Revolucionario Dominicano, alcanzó la Secretaria General de la Federación de Estudiantes Dominicanos, en 1972.

 

       Estuve presente en muchos de los discursos pronunciados por él en su gestión como secretario General de la Federación de Estudiantes Dominicanos. Pese a lo enjuto de su cuerpo, a su serenidad ante el micrófono y la parsimonia de sus gestos, sus discursos eran tan espontáneos, sagaces y explosivos que conmovían a la audiencia y hacían vibrar las tarimas donde los pronunciaba. Era, sin duda alguna, un orador brillante, de palabras precisas, con notables conocimientos de los males que azotaban a la sociedad dominicana, y de convicción política firme. Una vez frente al Alma Master le comenté que su brillantez era suficiente para alcanzar la presidencia de la República. El me respondió con una sonrisa vaga: ¿adónde piensas que puede llegar alguien con una figura como la mía. Mejor te invito a la cafetería de la Facultad de Humanidades a tomar un refresco, talvez en el trayecto despiertas de esa pesadilla".

 

       En pleno desarrollo de esas facultades de político innato y promisorio Juan Bosch lo envió a estudiar a España. Eso explica su repentina desaparición del escenario político universitario a mediado de 1973. Desde entonces hasta el momento de su partida física, idolatró sin mesura a Juan Bosch, difundió las ideas de su líder por todas partes que pudo y le fue leal como pocos bochistas lo han sido. En y  desde España y Francia cumplió con todas las encomiendas que por décadas les asignó el Partido de la Liberación Dominicana en diversos puntos de Europa.

 

       Después de su partida hacia España nos vimos muy esporádicamente. Tres veces en Nueva York, dos en España y cinco en la República Dominicana. Todos fueron encuentros emotivos y cargados de remembranzas, menos el ocurrido en septiembre de 1984. Se celebraba en esa ocasión el VII Congreso Internacional de la Asociación de Lingüística y Filología de América Latina (ALFAL), en el Banco Central de la República Dominicana. Los dos habíamos arribado ese mismo día al país, él desde España y yo desde Nueva York, para participar en el congreso.

       Nos encontramos justamente en la puerta principal del salón de conferencia. Ahí nos detuvimos a conversar, antes de ingresar a la sala. Mientras charlábamos, por esa misma puerta, salió Juan Bosch acompañado por dos personas desconocidas para mí. Santamaría lo abordó entusiasmado: "don Juan, maestro, profesor, ¿cómo está usted". El maestro sembró sus ojos en nosotros, para percatarse bien de quien lo llamaba, hizo un ademán extraño, tornó su rostro hacia el extremo opuesto, y continuó la marcha tranquilamente. ¿Qué paso, le pregunté a Juan? y él con la nobleza y la lealtad que siempre lo caracterizó, y en un tono de inocultable tristeza, respondió: Quizás no me vio. Tanto la acción del maestro como la docilidad del discípulo me petrificaron. Mi conclusión fue que el maestro estaba molesto con Juan. Un lustro después, en 1989, en una actividad celebrada en la sede newyorquina del Instituto Cervantes, le pregunté a Bosch por Santamaría. Su respuesta fue lacónica: "debe estar bien".

 

       Ahora, ya ausente, sus apologistas lo definen como un ser humano especial, a quien le sobraba la consideración y el reconocimiento de los demás. Eso, dirán algunos, es dicha. Yo, sin embargo, pienso que Juan Francisco Santamaría fue un hombre desdichado e injustamente compensado. Primero, porque enviarlo a estudiar a España y abandonarlo por allá a la suerte del destino, aún después de haber concluido exitosamente los estudios, fue aniquilarlo políticamente. Deshacerse de la sombra de un talento que pone en peligro la perpetuidad o al avance político de otros, no consiste solamente en apresarlo o desaparecerlo físicamente. Consignarlo al exilio mediante un cargo diplomático o una oferta de estudio es, simplemente, un método menos cruel y menos sancionable, pero sus efectos son igualmente devastadores. Segundo, pasó casi inadvertido por la administración pública, pues jamás fue considerado para un cargo que retribuyera su entrega total al Partido de la Liberación Dominicana. Tercero, le ultrajaron su inteligencia y lo despojaron del brillo y la prestancia política que les correspondía, y que hoy exhiben muchos de sus compañeros del Partido menos talentoso que él. Cuarto, fue lazarillo emocional de un maestro que no valoró la dimensión de su lealtad.                             

 

       No conozco a su viuda ni a sus hijos. Desafortunadamente, nuestras ubicaciones geográficas y otras circunstancias de la vida, troncharon la oportunidad de alimentar mejor nuestra amistad. No estuve presente en la funeraria ni en su sepelio para decirle hasta luego. Pero hay hechos que marcan a los seres humanos. Y la sacada de pies de los curas de la iglesia María Inmaculada a Juan me hizo sentir, pese a mi corta edad en esa época, que le estaban castrando su inteligencia.      Esa fue la primera de las muchas injusticias cometidas en su contra. Por eso, desde entonces, lo planté en mi corazón y jamás lo dejé retoñar para que nadie lo disfrutara con la misma intensidad y silencio que yo. Ese es el Juan Santamaría que llevo y llevaré en mí.

 

New York

23 de octubre, 2010

 

 

 

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