La lluvia en dominicana: una tragedia nacional

Franlin Gutiérrez
Franlin Gutiérrez

Por Franlin Gutiérrez

El autor es educador, escritor e investigador literario

 

 

     Repetir que el agua es esencial para todos los seres vivientes; que ésta cubre un poco más del 70% de la superficie terrestre; que es, según el filósofo griego Tales de Mileto "El elemento y principio de las cosas", es un discurso manido y diametralmente opuesto al sentido que tiene la sociedad dominicana de hoy el agua que nos llega del firmamento en forma de lluvia.

 

     El primer etnólogo del mal llamado Nuevo Mundo, fray Ramón Pané, en su obra Relación acerca de las antigüedades de los indios, aparecida en 1498, destaca la importancia del agua para los taínos. "Saben estos indios por sus consultas a sus dioses y su observación de los primeros días del año cuáles serán buenos y cuáles serán malos, cuáles pluviosos y cuáles secos".

 

     Sin ser explícito, Pané  se refería a las cabañuelas, un sistema empleado muchos siglos atrás por los aztecas y los mayas, y adoptado posteriormente por los mexicanos, los venezolanos, los centroamericanos, los cubanos y los dominicanos, entre otros, para establecer el comportamiento de las lluvias cada año y así poder programar sus siembras. Para muchos campesinos dominicanos las cabañuelas fueron durante cientos de años una especie de varita mágica. Pero la tecnología actual y los cambios climáticos registrados últimamente en el planeta tierra han desplazado casi en su totalidad ese recurso meteorológico pedestre.

 

     Boinayel, dios taíno de la lluvia, era invocado por nuestros primitivos pobladores cuando necesitaban agua para sus plantaciones agrícolas. Iban a la guácara que lo albergada y le pedían que llorara intensamente hasta que sus lágrimas mojaran la tierra y los frutos crecieran saludables.

     Pero el tiempo es mutable. Las calles y carreteras dominicanas están abarrotadas de centenares de vehículos, especialmente guaguas voladoras y carros de concho, que transitan sin parabrisas o con ellos descompuestos, lo cual en época de lluvia representan gran peligro tanto para los conductores como para los transeúntes. Las orillas de muchos ríos dominicanos han sido tomadas por personas cuyos recursos económicos no les permiten situarse en otros lugares de la geografía nacional. Estos conciudadanos han construido casuchas cuya endeblez amenaza sus vidas cuando los ríos se desbordan.


     Los dominicanos hemos aceptado como patrimonio nacional los incontables charcos y lagunas que se forman en las calles dominicanas, por falta de un sistema de desagüe funcional, tras la caída de aguaceros ligeros que generan irritantes entaponamientos vehiculares y múltiples enfermedades. Sin embargo, ningunas de esas calamidades provocadas por la lluvia parecen preocuparnos.  


     La lluvia, si no viene acompañada de ciclones, vaguadas o tormentas tropicales, debe recibirse como el regalo más preciado engendrado por la naturaleza. Pero desafortunadamente cuando en la República Dominicana llueve son muchos los que anulan o reducen considerablemente sus tareas cotidianas y sus compromisos laborales, y se quedan en sus casas junto a sus hijos quienes, por la misma razón, tampoco asisten los centros educativos donde reciben el pan de la enseñanza.   


     Ese mal ha alcanzado tal magnitud que hasta los chivos criollos han sido afectados. Reza un rumor popular que los chivos quisqueyanos tras conocer la fabula "La zorra y el chivo en el pozo, de Esopo, son los herbívoros que más miedo les tienen al agua. Por eso se esconden cuando llueve. También se comenta que un cuantioso sector de la población dominicana en edad laboral tiene colgado en una pared de su hogar a San Isidro con la cabeza hacia abajo, con la finalidad de que el santo madrileño realice su milagro de la lluvia al revés; o sea, "que quite el sol y ponga el agua".  ¿Y que decir de quienes han sido sorprendido de rodillas, diez minutos antes de salir hacia sus centros de trabajo, implorando al primer dios de las aguas que los escuche un "que llueva, que llueva, la virgen de la cueva".  


     Ese comportamiento criollo debería ser estudiado cuidadosamente por sociólogos y psicólogos interesados en el progreso de la nación y preocupados por la inestabilidad emocional de ese segmento de la población. Porque muchísimos de los que anulan sus compromisos a causas de la lluvia, aprovechan los aguaceros para bañarse en las calles y en los caños de sus casas o las de sus vecinos. Los días lluviosos son también excusas para degustar un buen sanchocho, sorber un par de litros de ron y tirar unas cuantas partidas de dominó.


     Esa conducta es insensata y perniciosa para el crecimiento económico y el avance general del país. Los pueblos que sus habitantes tienen ingresos suficientes para disfrutar un nivel de vida decente, son aquellos que sus ciudadanos, independientemente de fuertes aguaceros, terribles nevadas y deficiencias energéticas, han privilegiado el trabajo y puesto sus granitos de arena en la construcción de una sociedad que recompense sus esfuerzos laborales. En la República Dominicana la lluvia es, entonces, una tragedia nacional.

 

New York


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