SIXTO MINIER EN UN CEMENTERIO DE NADIE

 

Por Franklin Gutierrez

 

La inexistencia en la República Dominicana de una Dirección Nacional de Cementerios que proporcione a la población fenecida un albergue con criterios profesionales, es algo catastrófico y deprimente para el país. Los Ayuntamientos urbanos y rurales son los responsables de  crear y administrar espacios para enterramientos humanos. La ley 214, de fecha 4 de marzo del 1943 establece que las autoridades edilicias deben mantener limpios, organizados y decentes dichos espacios.

 

            Pero si los Ayuntamientos han demostrado ineptitud en la solución de asuntos tan elementales como el ornato y la limpieza de las comunidades bajo su tutela, no debe sorprender a nadie que a esas dependencias gubernamentales tampoco les conmuevan las secuelas emocionales de los parientes de quienes, con su muerte física, parten hacia un destino desconocido e incierto.

 

            Exceptuando el cementerio Ornamental, en La Vega, y el Municipal viejo, en Santiago de los Caballeros, ordenados, limpios y someramente mantenidos, los restantes camposantos públicos dominicanos son, unos en menor proporción que otros, lugares inaccesibles, hacinados, descuidados, pestilentes e intransitables.

 

            Hay una categoría particular de cementerios en los que, si sus ocupantes tuvieran la misma dicha y habilidad física del Lázaro bíblico, se levantarían en manadas y dejarían vacíos los huecos sepulcrales. Más que cementerios, son vertederos óseos poblados por difuntos a quienes ni la muerte les extirpó la carencia de posesiones materiales que estirara su estadía en la tierra, pues cargaron la miseria hasta sus tumbas.

 

            Muchos de esos camposantos, además de tener decenas de nichos destruidos, bóvedas saqueadas, huesos tirados por doquier, hierba en abundancia y zonas encharcadas, sirven también de refugios a consumidores y distribuidores de estupefacientes, a delincuentes comunes, a bovinos y vacunos que satisfacen sus demandas alimenticias en las malezas herbáceas, a decenas de perros realengos, a propagandas comerciales y políticas, a sembradíos que alegran los estómagos de los sepultureros, y hasta a criaderos de abejas. La prensa nacional ha reportado numerosos casos de esa naturaleza.

 

            En esa categoría de cementerios, no todos los difuntos sepultados en los nichos comunes tienen asegurado el descanso eterno. Cada cinco años, las autoridades que manejan esos camposantos exhuman las osamentas de los difuntos cuyas familias no pueden pagar el derecho de alquiler del nicho donde yacen sus parientes. Quien no cumple con dicho requisito debe conformarse con que la osamenta de su allegado termine entreverada con las de otros cientos de finados tocados por la misma desgracia: la pobreza. Estos lugares bien pueden denominarse cementerios de nadie, y abundan en toda la geografía nacional, especialmente en Güanuma, El Higüero, Los Mina, Cevicos, Villa Altagracia, La batía (Azua), Boyá, Sierra Prieta (Yamasá) Licey al Medio e Imbert (Puerto Plata), entre otros pueblos del país.  

 

            Pero si esos camposantos no son de nadie, de nadie son también algunos difuntos distinguidos inhumados en ellos porque la estrechez económica de su familia no le permitió sepultarlos en cementerios menos desafortunados. Desde el 30 de abril del 2008, por ejemplo, el cementerio viejo de Villa Mella es la morada de Sixto Minier, Capitán de la Cofradía del Espíritu Santo de los Congos de Villa Mella. Allí está depositado entre hierbas saludables y cruces derribadas, como uno más de los incontables seres anónimos que duermen el sueño del regreso imposible en ese terreno sepulcral signado por la indiferencia de las autoridades del Ayuntamiento de Santo Domingo Norte.

 

            La condición de la tumba Minier contrasta abruptamente con la vistosidad de una estatua suya colocada en la bifurcación de las rutas que conducen al corazón de Villa Mella y al poblado Yamasá. La inscripción en la placa de bronce colocada al pie de la misma da cuenta de que el grupo capitaneado por él fue declarado en el 2001 patrimonio de la humanidad por la UNESCO.

 

            Posiblemente pocos saben que los restos de esa leyenda de la cultura y la religiosidad popular dominicana están a menos de quinientos metros de ahí, en un lugar del cementerio municipal viejo, cerca del parque principal, al que solamente se puede accesar saltando panteones apiñados y apartando los múltiples obstáculos que cierran el camino hacia su pobre y descuidado sepulcro.  

 

            Muchos ven en la muerte el final de todo, y en los huesos, materia inservible; pero los restos, el espacio que los conserva y las acciones en vida del fenecido, es el más valioso tesoro que nos dejan nuestros parientes y amigos para mantener en nuestra memoria la trascendencia de su estadía en la tierra.     

 

 

 

 

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