LA VIANDANZA NEUYORQUINA DE OSIRIS MOSQUEA

Imagen Osiris Madera y Portada del libro
Imagen Osiris Madera y Portada del libro

Por Franklin Gutiérrez

 

Las referencias más recurrentes a poetas que han convertido la ciudad de Nueva York en protagonista de sus textos, o en escenario donde su lírica alcanzó plenitud, giran en torno a tres bardos mayores: el norteamericano Walt Whitman, autodefinido como un cosmos, un verdadero hijo de Manhattan; el español Federico García Lorca, cuya andanzas en las calles neoyorquinas lo ayudaron a desentrañar la incertidumbre que taladraba a los negros de Harlem en la cuarta década del siglo XX, y la puertorriqueña Julia de Burgos, a quien el asfalto neoyorquino se le trabó entre los pies derribándola estrepitosamente, en una caída que la succionó gota a gota hasta llevársela a la tumba.

 

Pero hay otras voces tan singulares como las de ellos. Pocos hablan de Ja-mes Langston Hughes, ese poeta afroamericano inspirador del Renacimiento de Harlem, un movimiento que en la década de los 1920 y 1930 del siglo XX, recuperó el esplendor cultural y artístico que otrora había hecho de ese sector de Manhattan el asiento de la negritud progresista.

 

De desaprensivo acusan muchos parroquianos del Bronx el espíritu del tro-tamundos Herman Melville. Se le acusa de aprovechar las noches heladas de in-vierno para abandonar el cementerio Woodlawn, donde reposan sus restos, y esca-bullirse entre los tupidos matorrales de Van Cortlandt Park con su pesada Moby Dick colgada de los hombros. Sus escapes, arguyen muchos, son para distanciarse de los versos ininteligibles del malogrado poeta Hart Crane, que alguien colocó en su lápida como epitafio.

 

Varios lustros antes de las travesuras del espíritu sonámbulo de Melville, y a poca distancia de Van Cortlandt Park y del cementerio Woodlawn, específicamente en el barrio Kingsbridge, Edgar Allan Poe encontró la paz y el sosiego que no le daban las grandes ciudades, en una casita de campo que lo guareció los tres últimos años de su vida, y donde escribió varios de los textos esenciales de su pro-ducción: Annabel Lee, The Bells, Ulalune, Eureka y "Berenice".

 

“Escribo poesía porque mi mente se contradice a sí misma, un minuto está en Nueva York, otro minuto en los Alpes Dináricos”, estampó el explosivo e irreverente Allen Ginsberg en su poema Improvisación en Beijing.

 

En fin, Nueva York ha sido, desde su nacimiento como ciudad codiciada por muchos, una fuente permanente de dolor y alegría, de sombra y luz, de sosiego y desasosiego para centenares de escritores que han morado temporal o permanen-temente en esta geografía de sueños imposibles y realidades torturantes. Los poe-tas dominicanos no han sido la excepción. En Nueva York nació, entre otros, New York City en tránsito de pie quebrado, poemario donde el bardo Alexis Gómez Rosa combate contra los santos y demonios que desalentaron su estadía en el alto Man-hattan.

 

No menos visionarios, descriptivos y desgarradores son estos versos de Héctor Rivera, poeta a quien la muerte prematura le extirpó el trueno de su voz y, por demás, su sustancia corporal. “A pesar de sus letreros luminosos / New York sigue siendo una gran sombra.” Esa angustia y nostalgia de Rivera nos advierten que el Nueva York real dista mucho de ser la “capital del mundo” o “la Gran Manza-na” de las postales turísticas expuestas en la Quinta avenida. Más que eso, New York es un inconmensurable túnel de sueños frustrados y pesadillas constantes, donde la posibilidad de crecimiento espiritual sucumbe con velocidad arrolladora.

 

Carlos Rodríguez, otro cantor quisqueyano llevado por la muerte cuando a ésta se le antojó, avizoró desde los intestinos del West End Bar que le sirvió de re-fugio sus noches de bohemia, que “New York es una historia clausurada / una es-puma adormecida.” Y por qué no, digo yo: una enredadera social que empuja la gente al precipicio hasta que le duela la vida.

 

En esa planicie, sin faroles deslumbrantes ni torres acristaladas, irrumpe sigilosamente Viandante en Nueva York, un poemario de Osiris Mosquea donde el equilibrio sostenido del discurso poético engendra un decir lírico con características muy particulares. En la cuarentena de poemas que forman el volumen, el néctar azucarado de la celebrada Gran manzana es hábilmente desenhebrado por una poeta vigilante empeñada en proporcionarles a sus protagonistas un destino supe-rior al de la angustia y la desolación.

 

“El viaje se inicia antes y después del fuego / En la primera gestación, con el polvo y el soplo / Con la primera mentira: la manzana que inventó el pecado.”(20) Estos versos iniciales de Viandante en Nueva York, impregnados del aliento del génesis bíblico, tienen intrínsecos la intensidad escrutadora de Memorias del fuego , de Eduardo Galeano, o el desenfreno americanista nerudiano de “América no invoco tu nombre en vano.”

 

Es decir, hay un tono dual que fusiona el nacimiento torcido de la humanidad expuestos en los tratados religiosos mediante el mito adánico, con el sendero trazado por quienes diseñan las políticas estatales que nos hacen transeúntes indeseados en territorio foráneos. Porque la manzana paradisiaca, esa que nos han ofertado como la salvación de la humanidad, esconde tanta mendacidad como la manzana neoyorquina que nos lanza al abismo. Pero lo importante, sostiene la poeta es que “El hombre ha sobrevivido más allá del barro, del destierro y de la ceniza.” Y en esa sobrevivencia ha aprendido a desterrar de su cuerpo las alimañas que lo vigilan con pupilas nocivas.

 

Más que desandar la ciudad como una observadora común, la poeta otea sigilosamente el accionar de sus viandantes para radiografiarlos a plenitud. Eso le permite ver como “Todos pasan sin mirarse, invadidos por el inexplicable temor / y por los avisos luminosos del paisaje. (28) Pero como es injusto arrebatarle a alguien lo que lo satisface, porque muchos han hecho de Nueva York una rutina cotidiana y un componente vital de su existencia, ella se limita a no negarle “el lugar que ellos creen el paraíso” (30)

 

La poeta no se deja deslumbrar por “el embeleso inagotable que provoca” la ciudad, porque entiende perfectamente cuán corrosivas podrían ser las provocacio-nes soterradas de la urbe neuyoquinas para su salud emocional. Por eso implora: “Libérame del millón de luces que enceguecen / del pomo de la puerta que ciñe la noche de estío”. “Libérame de tu brazo de manzana / del sinuoso remolino de tu carne enferma.”(46). El poema de estos versos, titulado “Libérame de ti,” es tan desgarrador que transporta a cualquiera a la más profunda de las tinieblas.

 

Empeñada en exorcizar las pestes destructoras que deambulan libremente en Manhattan, la poeta apela a un último recurso: pide ayuda a Prometeo esperan-zada en que éste emplee su fama de redentor de la humanidad para redimir a sus viandantes de las desgracias que los azotan. Pero Prometeo no la complace, por-que su habilidad para robar el fuego a los dioses del Olimpo y repartirlo entre los mortales sólo tiene asidero en el imaginario mitológico que él representa, no en una ciudad tan complicada, maleada y descompuesta, como Nueva York.

 

En Poemas de Chicago el renombrado poeta Carl Sandburg describe a Chi-cago, su tierra natal, como una ciudad “tormentosa, malencarada, bravucona y, de espaldares capaces”. En Viandante de Nueva York, Mosquea vislumbra la ciudad como “una fosa abierta que se traga montones de lenguas”. Se trata de dos modos diferentes de sentir los efectos devastadores de las grandes ciudades. Pero ambos, igualmente, conducen al mismo destino: la destrucción humana y la muerte.

 

La muerte, monstruo infernal y aborrecible que los poetas sólo pueden vencer en el territorio de la palabra, es una realidad infalible a la que pocos quieren referirse porque asusta, aterroriza y desentona el estado emocional de la gente. Desde su origen primigenio el hombre tuvo conciencia de la muerte. Mosquea lo confirma en estos versos alusivos al inicio de la humanidad: “Luego se formaron las palabras / los primeros escritos en las piedras / Y entonces el hombre caminó entre la muerte.” (20).

 

Los griegos y los romanos aseguraban que los espíritus de sus muertos iban al Hades, un espacio subterráneo y oscuro compuesto por una zona llamada Tárta-ro, para albergar a los malos, y otra denominada Campos Elíseos donde moraban los héroes, y las personas de almas inmaculadas. La única diferencia entre esa creencia greco-romana y la cristiana actual es que esta última llama Paraíso a los Campos Elíseos, e Infierno al inframundo Tártaro.

 

En Viandante en Nueva York, empero, la muerte no es el monstruo infernal que asfixia a los vivientes hasta consumirlos, sino “el sangriento vacío de la ciudad convertido en un agujero negro” que lanza a los viandantes al precipicio. No se trata, en este caso, de una muerte física, sino moral. Osiris Mosquea, como pocas poetas, le asigna peso específico a la muerte, la esparce en la distancia, le pone ojos multicolores, juega con ella hasta casi burlarla, y la mueve escurridizamente entre las páginas de sus versos, para que nadie advierta su presencia.

 

En todo el poemario solamente hay dos momentos que la muerte inquieta realmente a la poeta. En el poema Quién, por ejemplo, habla del “Vacío que han dejado los muertos / que no tuvieron tiempo de despedirse.” (76). La mayoría de las religiones sostienen que la muerte inesperada de una persona impide que su espíritu libere las energías tóxicas almacenadas en su alma. De esa premisa partió el celebrado poeta inglés Samuel Coleridge, para afirmar que “los muertos pueden levantarse en vilo” a fastidiar a los vivos. Empero, no olvidemos que los muertos habitan más en el subconsciente de los creyentes en la trascendencia del alma, que en la geografía transitada por los viandantes de Mosquea. Porque, siendo objetivo, los muertos no se levantan bajo ninguna circunstancia.

 

El otro momento lo registra el poema Siempre es gris en los cementerios. Aquí la queja alcanza otra dimensión: “Percibo el silencio en los labios de las criptas / en el alma vencida / en este recinto sembrado de cruces / destino invencible de los cuerpos.” (50). Si nos detenemos frente a una tumba y observamos el grosor de la tapa que cubre el nicho, o el montón de tierra depositado sobre el ataúd entenderemos fácilmente cuán complicado le resultaría al alma allí acorralada escaparse de ese encierro a buscar su salvación. En este caso, el dolor externado por la poeta es razonable porque “en ese crepuscular mundo de piedra / lloviznado de neblina”, inmóvil y solitario “entre estatuas y piedras.” (51-52), quien mora es su madre. Entonces la poeta aprovecha la pasividad de ese jardín de huesos, convencida de que “Caminar entre mausoleos y tumbas, descifrando en callejones angostos el lenguaje lapidario de los epitafios, es reconfortante.”

 

Los viandantes que observa la poeta en sus andanzas neuyorquinas son criaturas que padecen, como ella misma, de anemia moral porque la ciudad les ha hurtado el derecho a circular libremente, les ha trastornado el espíritu y les ha diluido las ganas de vivir. Y, como ella está incapacitada para aliviar esas dolencias, se doblega ante éstas. Ni siquiera la lluvia, que premia a la naturaleza y al hombre de múltiples formas, logra mitigar su clamor porque, como observa José Acosta, la lluvia de Viandante en Nueva York “no cae realmente en Nueva York, sino en un lugar lejano, en el pasado, en la isla de la que el hablante lírico ha salido buscando el paraíso.”

 

Desde esa perspectiva social la poeta sucumbe ante la furia de una ciudad que parece traspasarle la epidermis que salvaguarda su libertad. Pero triunfa en tanto logra satisfacer el desahogo existencial de una viandante directa capaz de enarbolar un “Me despido de ti y me suspendo / hace tiempo que quería decirte esta cosas / pero lo había olvidado” (100) Y afirma, para reafirmarse a sí misma: “Escribí estos versos en la ciudad que hemos elegido / los fui construyendo con palabras arrancadas de muchos labios sellados / Son estos versos mi obstinación / la cicatriz aleteante del paisaje donde se fue quebrando mi mirada / los espejos de Manhattan.”(105)

 

Hay poetas capaces de escribir uno, dos o tres versos impactantes en un poema, o una docena de ellos en un poemario completo. Pero esos destellos líricos sobrecogedores y fugaces, eventualmente son absorbidos por los versos malogra-dos que completan dicho poema o volumen de poesías. Ese desnivel del discurso poético tiende a desconcertar al lector que busca en la poesía el sosiego armónico de sus emociones. La poseía de Osiris Mosquea carece de versos impactantes fu-gaces, de alocuciones acartonadas, de expresiones banales. Ella entiende perfec-tamente que nada le duele más a un poema que una imagen forzada, que una palabra imprecisa.

 

Su discurso es equilibrado, desde el empleo del lenguaje hasta la expo-sición de sus ideas. Mosquea hilvana las palabras con la propiedad, la concisión y la parsimonia que el taumaturgo circense arma los espectáculos que sumergirán a sus espectadores en un mundo confortable y verosímil. Consciente o inconscientemente ella acopia la sentencia del poeta español Luis Rosales, sustentadora de que “el lenguaje, como las emociones, nace en una fuente remota del sentir colectivo” y esa colectividad, esos lectores, no deben traicionarse ni despojarse de sus emociones, sino incrementárselas.

 

Es, entonces, cuando Mosquea se aferra al único instrumento del que dispo-nen los arquitectos de la poesía: la palabra, para entregarle al lector un producto plenamente satisfactorio. Esa destreza de balancear apropiadamente el lenguaje y despojarlo de ripios que desvirtúen el poema, aunque cobra mayor vigor y madurez en Viandante en Nueva York, Mosquea lo emplea también en su primer poemario Raga del tiempo, aparecido en el 2009.

 

Viandante en Nueva York es un libro de andanzas bifurcadas. En él concu-rren: la poeta que reclama compasión para sus héroes, los habitantes comunes de Nueva York batallando por descubrirse a sí mismos, y los desamparados y mendi-gos, que son los más desdichados de todos los viandantes. Pensarán algunos que este es un poemario desesperanzador, pero no. Al contrario, es, por decirlo al modo del inmenso Rubén Darío, un canto de vida y esperanza. Una sinfonía que se es-parce en un territorio habitado por inmigrantes que aletean sin tregua para zafarse de la ciudad que los aprisiona.

 

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